En sus ojos era difícil no encontrar tranquilidad, una paz estacionaria e inalcanzable, que ayudaba en momentos desesperados o en instantes llenos de locuras inexplicables. Sin embargo, nada era permanente por esos días, todo era tan relativo hasta el cansancio, y la palabra seguridad ahuyentaba las moscas. Tu mirada era espejo roto y desgastado, y yo podía sentir cuan muerta estaba tu alma, y mas que triste me ponía contenta, porque no me sentía única o diferente, porque no era la única que ya se había rendido con los pies descalzos, sobre un asfalto que da risa. Teníamos problemas, algunos problemas fermentando en nuestra cabeza hacia tanto tiempo, que ya ni sabíamos o recordábamos los porqués de todo eso, ni tampoco nos importaba. Lo temible era el acostumbramiento a la incoherencia, ya para ese momento y época, y eramos tan jóvenes que dábamos lastima cuando nuestras vidas se iban resumiendo a una fotografía, una palabra, unos ojos que ya no eran capaces de tranquilizar. Pero lo real y doloroso, no eran los obstáculos con los que tropezábamos, sino estar cuerdos bien en el fondo de nuestro cuerpo, y ver como nuestra vida se fue determinando y limitando por nuestra histeria, y alguna noche, día o tarde, ver desde lejos como lloraba, como todo se volvía incontrolable. Ver como intentaste sostener mis brazos, como hiciste todo para tranquilizarte, para que en ese fondo, algo tuyo se de cuenta, que ya no había vuelta atrás, ni maneras de volver, y mucho menos, de olvidar.
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