Aquí, donde todo parece desvanecerce con los minutos, vive Verónica. Creando su mundo con papelitos de colores, llenos de escritura sincera y sueños inútiles pero bellos. Vive ideando la manera de encontrarse para encontrarte. Pero vos tenés esa maldita costumbre. Esa que te hace esconderte debajo de las hojas que caen de los árboles en los inciertos otoños de su mente. Y cuando ella comienza a buscarte, ya está adentrado el crudo invierno. Pero no le importa, nada le importa a Verónica. Entonces sale al patio de su alma. Descalza, desprotegida y sonriente, para meterse dentro de esa helada. Y se dispone a dar vueltas en círculos, porque todavía ni sabe ni recuerda lo que quiere, y el pasto comienza a desgastarse, y a ella no le importa eso. Porque no le importa, nada le importa a Verónica.
Para el momento donde ella está totalmente agotada de tanta búsqueda inútil, vos decidís salir de tu escondite entre hojas marrones, amarillas y tristes. Pero Verónica ya no puede verte. Parece estar cegada por otras emociones. Parece que algo los separa. Y vos sentís que ella está ahí, la puedes ver, y escuchas su respiración agitada. Pero nada. Parece que ella, mientras corría, levantó tierra, haciendo surgir estúpidamente, una delgada pared. Y vos te sentís dominado por algo tan absurdo, y sabes que no puedes hacer nada. Solo mirarla de ese lado, del lado donde se juntan las pilas de hojas otoñales de su mente, mientras te das cuenta de la terrible división que ella creo inconscientemente. La ves allí, en el patio de su alma. Cansada, inservible, sin poder percibirte, y realmente, lejos de ti.